Comentario
La crisis económica producida por el alza de los precios del petróleo fue brusca y larga, pero a mediados de la década de los ochenta estaba ya superada. De todos modos, la nueva situación mundial en sus más variados aspectos estaba destinada a provocar periódicas crisis, bien por los desajustes nacidos en el terreno político bien por las nuevas condiciones en que hubo de desarrollarse la economía mundial.
A título de ejemplo, el crecimiento económico europeo se situó en un 2.5% en 1984-7, elevándose a un 3% al final de la década. Pero eso no indicaba que se hubieran puesto las bases para un crecimiento sólido y duradero, ni mucho menos comparable al experimentado por el conjunto del mundo en la década de los años sesenta y comienzos de los setenta. Ni la inflación ni el paro disminuyeron a la velocidad requerida y para algunos países se convirtieron en un problema agudo y enquistado al que no se sabía encontrar solución. Por otro lado, las turbulencias de finales de los ochenta -crisis soviética e interrogantes sobre las perspectivas económicas de algunas de las principales potencias, como Alemania, obligada a asumir los problemas de la antigua RDA- tuvieron una obvia repercusión sobre la economía. La crisis tuvo su peor momento en 1993 y a partir de entonces comenzó una recuperación que, como veremos, quedó interrumpida a lo largo de la década de los noventa en varias ocasiones, como consecuencia de otras sucesivas crisis periódicas.
Conviene tratar de modo más detenido acerca de esas dos plagas derivadas de la crisis de los productos energéticos: la inflación y el paro. Las tasas más altas de inflación en el mundo occidental las tuvieron Italia e Inglaterra, mientras que las más bajas les correspondieron a los países nórdicos. Una política gubernamental restrictiva ayudó a hacer desaparecer la inflación, pero con el paso del tiempo también jugó un papel decisivo en ello la disminución de los precios de las materias primas. En 1986, ya el precio del barril de crudo era un tercio del alcanzado en 1981. En el mercado mundial, las mercancías no energéticas disminuyeron en precio en alrededor de un 40%. Gracias a esa política de ajuste, se consiguió la reducción de los salarios y la inflación acabó situada en torno a un 2.5%.
Con muchas variaciones según los países, puede decirse que hasta la mitad de la década de los ochenta el paro tuvo una tendencia creciente. Así lo demuestran, por ejemplo, las cifras de Estados Unidos, que pasaron de un 8% a un 5% entre la primera y la segunda mitades de la década de los ochenta. El problema, no obstante, resultó mucho más grave en algunos países europeos. Las cifras tuvieron dos dígitos en cinco países de Europa Occidental: Bélgica, Gran Bretaña, España, Irlanda y los Países Bajos en la primera mitad de la década de los ochenta y la mantuvieron en parecido volumen durante la segunda mitad en dos de ellos (Irlanda y España). Fue Japón, con tan sólo un 2.5% de paro, quien mantuvo unos datos más confortables. De todos modos, la magnitud del fenómeno sorprendió, sobre todo teniendo en cuenta la dificultad para solucionarlo: no se habían visto unos niveles tan altos de paro desde los años treinta. Claro está que ni las circunstancias políticas o culturales eran las mismas ni tampoco las sociales, porque en los años treinta la protección al trabajador estaba mucho menos desarrollada.
De todos modos, la situación del mercado de trabajo planteó de forma inmediata interrogantes acerca de una posible civilización en la que el trabajo resultara un bien escaso o en que la estabilidad en el mismo estuviera menos asegurada que en el pasado. Los mercados de trabajo menos propicios al paro parecieron los muy competitivos como Estados Unidos y Japón o los muy centralizados a la hora de tomar decisiones gracias a la existencia de sindicatos y patronales fuertes, capacitados para mantener unas negociaciones cuyos resultados fueran admitidos por todos (los Países Nórdicos europeos). En cambio, los mercados de trabajo fragmentados y mal coordinados resultaron los peores para combatir el paro.
La lucha en su contra fue considerada como una prioridad esencial de los Gobiernos pero, al mismo tiempo, tuvo como consecuencia plantear el papel del Estado en la economía. A lo largo de los ochenta, fueron considerables los déficits presupuestarios (hasta el 5% del PIB). En 1990, el gasto gubernamental en proporción al PIB había crecido 3 puntos en todo el área de la OCDE. En muchos países europeos, el tamaño del sector público pasó del 32 al 50%. En estas circunstancias, coincidiendo con el despliegue del pensamiento liberal a partir del colapso del comunismo, quedaron sobre el tapete cuestiones tan importantes como la eventualidad de señalar un límite a la carga fiscal, la eficiencia de la empresa pública o la función del Estado en la política económica y social. Las políticas privatizadoras en un primer momento y la limitación de las fiscales, en otro posterior, se impusieron en todo el mundo. Aunque unas y otras en un principio fueron sugeridas por la derecha liberal, con el transcurso del tiempo se extendieron por el mundo como instrumentos generalizados de política económica.
En relación con esta cuestión, se debe citar también la crisis del Estado de bienestar, nacido en la Segunda Posguerra Mundial por la coincidencia entre sectores ideológicos muy diversos. El fenómeno se produjo a partir de los años setenta, pero sobre todo en los ochenta, como consecuencia de la confluencia de varios factores, como la crisis económica, el aparentemente inacabable crecimiento de los gastos sanitarios y el envejecimiento de la población en los países más desarrollados, con el consiguiente peligro para las pensiones del futuro. Un diagnóstico habitual desde mediados de los ochenta consistió en afirmar que la evolución de las costumbres había llevado, en un primer momento, a la medicalización de la sociedad y el envejecimiento de ésta había tenido como consecuencia la sobremedicalización.
Las consecuencias económicas para los presupuestos del Estado podían ser catastróficas a medio plazo. La derecha liberal combinó una crítica de principio al Estado de bienestar, que le llevaba a considerarlo como un astro muerto, con una dificultad efectiva por limitar sus gastos, visible por ejemplo en el caso de Thatcher en Gran Bretaña. La izquierda, con una posición muy irrealista, llegó a considerar como inamovibles cualesquiera de las prestaciones sociales existentes.
Con el paso del tiempo, sin embargo, se halló un punto de coincidencia en el ajuste, por puro ejercicio de responsabilidad, entre las políticas de protección social y las disponibilidades económicas. En la década de los noventa el uso más eficiente de los recursos, la combinación entre la protección social y la iniciativa personal y la existencia de una solidaridad al margen del Estado aparecían en todas las latitudes como solución a estos problemas. Sin embargo, no la proporcionaban en otros aspectos de la realidad. La inmigración o la marginalidad, a menudo provocada por razones de carácter cultural más que estrictamente social, plantearon en todo el mundo desarrollado la existencia de dos sociedades contrapuestas, con muy escasa movilidad entre ellas. Un ensayista francés, Minc, las describió como los parias y los brahmanes, aludiendo a las castas indias, metáfora oportuna en especial si se tiene en cuenta que para los segundos -es decir, para los beneficiarios principales del desarrollo- los primeros resultaban prácticamente invisibles. Lo eran porque, a diferencia de los grupos sociales y profesionales tradicionales, no disponían de una protección corporativa, por así denominarla, como aquella de la que disponían los sectores instalados en las sociedades modernas.
Al margen de estos problemas relacionados con la política social, la evolución de la economía mundial siguió las pautas marcadas por el desarrollo del intercambio de bienes. Ni la creación de unidades políticas más amplias, como Europa, ni las crisis económicas cíclicas, ni siquiera las grandes transformaciones políticas e internacionales de los tres últimos lustros del siglo parecieron poner límites al desarrollo del comercio mundial. Éste, en efecto, siguió creciendo a un ritmo de un 2% anual a comienzos de los años ochenta y pasó al 5% a su final. El derrumbamiento del comunismo y el desarrollo de una civilización informática que permite llevar a cabo transacciones casi instantáneas en puntos alejadísimos del orbe convirtieron al comercio en un factor decisivo para comprender al estado económico del mundo, pero también contribuyen a explicar buena parte de las crisis económicas más recientes.
La evolución reciente de la economía mundial permite constatar la existencia de unos ganadores y unos perdedores en el proceso de crecimiento. Entre los primeros, hay que seguir citando a los Estados Unidos y a los principales países europeos. Las circunstancias varían mucho de unos a otros, pero en todos los casos testimonian éxitos y fracasos relativos. Estados Unidos siguió siendo el principal centro económico del mundo, incluso incrementando esta característica a partir de sus innovaciones tecnológicas en la nueva industria informática, a pesar de sus limitaciones en política social y de la competencia creciente en determinadas industrias clave, como el automóvil, con Japón. Europa tuvo problemas con su competitividad y su capacidad innovadora -la llamada euroesclerosis se convirtió en objeto de preocupación generalizada- pero, gracias principalmente a Alemania, fue el segundo de los centros económicos mundiales (Francia, por ejemplo, alcanzó el liderazgo mundial en materia de trenes de alta velocidad).
El tercer centro de gravedad de la economía mundial estaba ya a mediados de los ochenta en el Extremo Oriente. En esas fechas, se juzgaba que Japón y toda una serie de países cercanos habían sido los de mayor y más sólido crecimiento durante los últimos treinta y cinco años. Al igual que el primero, los "pequeños tigres" o "dragones" (países como Taiwán, Corea del Sur, Singapur y Hong Kong) habían iniciado su despegue sirviéndose de la protección hasta que adquirieron tanta capacidad productiva en cantidad y calidad que no tuvieron que preocuparse por la competencia. Ayudados por la existencia de una mano de obra preparada, con un cierto sentimiento de tarea colectiva en el trabajo y atractivos para las inversiones de naciones que tenían una moneda sobrevaluada una parte de los países de Extremo Oriente lograron el éxito también gracias a un milagro étnico y cultural.
La minoría china existente en Malasia y Tailandia desempeñó un papel de primera importancia en esos triunfos económicos. En Indonesia, durante los años noventa, la minoría china, el 4% de la población, controlaba 17 de los 25 grupos económicos más importantes. En Tailandia, suponía el 10% de la población total, pero era el 90% del conjunto de las familias más ricas. Como en el caso del Japón, el desarrollo económico en el Extremo Oriente tuvo contrapartidas importantes (problemas con la destrucción del entorno, por ejemplo), pero, al mismo tiempo, generó no sólo asombro sino incluso angustia en los países occidentales. Japón, por ejemplo, exportaba en la década de los setenta casi el 25% de su producción de automóviles, pero en 1980 llegó al 54% y ya había superado a los Estados Unidos en volumen. Su éxito, como el posterior de Corea del Sur, nació de la variedad de la oferta y del uso de una tecnología versátil. Lo que más llamaba la atención a norteamericanos y europeos era el sentido de solidaridad de los trabajadores, frente a la actitud radicalmente antagónica de las industrias en situación de crisis que se daba en el mundo occidental.
Algunos de los perdedores en la carrera del desarrollo económico no lo parecían, pero su aparente opulencia ocultaba una fragilidad de fondo. En Medio Oriente, a pesar de los ingresos recibidos del petróleo (dos billones de dólares desde 1973), resultaba más que dudosa la existencia de un proceso de crecimiento sostenido propiamente dicho y realizado a través de la innovación. En Hispanoamérica el crecimiento propiamente dicho se produjo a partir de los ochenta siempre con graves problemas con la deuda. En África, la renta per cápita creció a menos del 1% anual a partir de mediados de los ochenta y muchos países tenían menores ingresos que en el momento de su independencia. En 1965, Nigeria, país exportador de petróleo, tenía unos ingresos per cápita mayores que Indonesia, que hoy la triplica. Pero no debe pensarse que la situación africana se debiera a razones étnicas, entre otros motivos porque el punto de partida asiático era, en 1965, semejante al de África en la actualidad. De cualquier forma, el hecho es que 21 de las 25 naciones más pobres del mundo son africanas y que el 54% de los africanos vive por debajo de la línea de pobreza señalada por la ONU. Tanto el caso del Medio Oriente como el de África ofrecen una buena prueba de que la Historia del desarrollo económico testimonia que la cultura es lo que marca la diferencia y que las mejores curas contra la pobreza vienen del interior de los países.
Esta afirmación debiera ser juzgada como reconfortante pues, en definitiva, viene a dar razón a quienes consideran que el crecimiento económico es posible en todas las latitudes. Pero esto implica también que se puede hacer imposible por razones de carácter político o cultural. Existe un contraejemplo óptimo que lo testimonia. Argelia, gracias a sus yacimientos energéticos, se atribuyó poder llegar a ser una especie de Japón de África y el segundo milagro económico del mundo. Pero la población se ha triplicado por motivos estrictamente políticos, derivados de la existencia de un régimen nacionalista, con partido único y vocación sedicentemente socialista. En 1990, Argelia, con todavía un 43% de su población analfabeta, debía dedicar dos tercios de los ingresos por petróleo a pagar los intereses de la deuda, mientras tres cuartas partes de sus jóvenes carecían de trabajo.
Tras esta panorámica general acerca del resultado del crecimiento económico en todo el mundo, conviene tener muy en cuenta sus tendencias más recientes. Éstas se resumen en un espectacular desarrollo de los intercambios, favorecido por motivos tecnológicos e incluso de carácter político (la caída del comunismo y los sucesivos acuerdos entre las naciones). Aunque con frecuencia la globalización ha producido desajustes que han afectado de modo grave a muchas naciones, no cabe la menor duda de que ha trasladado la prosperidad del mundo que vivía en ella hasta las latitudes en que se desconocía. En 1975 el salario medio por hora en Corea del Sur era sólo un 5% del norteamericano, pero en 1996 llegaba al 46%. Además, con el transcurso del tiempo y sobre todo a partir de mediados de los años ochenta, la globalización ha creado unas expectativas excepcionales. La resolución de los problemas más graves relativos a la crisis de la deuda ha concedido una especie de respetabilidad a las inversiones en todo el planeta y ello ha supuesto que el Tercer Mundo ha dejado de ser considerado como el campo del riesgo absoluto y se ha convertido en mercado emergente con oportunidades excepcionales de crecimiento que no se dan en cualesquiera otras partes del mundo. La confianza en la globalización ha llegado a ser tanta que la existencia de instituciones propias del comunismo no se considera un obstáculo sólo temporal y destinado a desaparecer con el tiempo. Cuando en julio de 1997 Hong Kong pasó a depender de la soberanía china, no existió la sensación de que con ello entraba en peligro su crecimiento económico futuro. El entusiasmo por los buenos resultados económicos llegó a hacer nacer en la mente de algunos economistas occidentales la posibilidad de desaparición de los ciclos económicos.
La contrapartida, sin embargo, ha aparecido luego en forma de crisis que se suceden con gran rapidez en países que hasta hace poco han sido tomados como ejemplo. Las han padecido de forma especial siete economías del Extremo Oriente que generan una cuarta parte de la producción mundial y cuentan con una población situada entre los 600 y los 700 millones de habitantes. La crisis de los años setenta, como consecuencia de la elevación del precio del crudo, pareció mayor y también dio esa impresión la de la deuda latinoamericana a comienzos de los ochenta. Pero en el caso más reciente transmite la sensación de tratarse de una especie de castigo muy grave a economías cuyos pecados son sólo financieros y no de otro tipo.
En parte, se trata de que la economía japonesa ha experimentado una importante desaceleración en su crecimiento. De ella se había previsto que, en el año 2.000, podría ser la primera potencia mundial desde el punto de vista económico, según las previsiones de muchos ensayistas. Pero esto demuestra el peligro de creer en simples extrapolaciones numéricas. Japón había tenido un crecimiento del 9% en los sesenta, pero ya de menos del 4% a partir de 1973; ya en los noventa, el paro se ha situado por encima del 4%. Aun así, lo que resulta en apariencia más sorprendente es la sucesión de crisis que se ha producido en otros países del Extremo Oriente.
En realidad, estas economías en el final de siglo muy a menudo tienen problemas no porque sean peores economías de mercado sino porque lo son mejores. Esta apertura puede convertirlas en objeto de especulación y la globalización le ha dotado a ésta de una peligrosidad muy especial. Gran parte de los problemas económicos mundiales nacen de los "hedge funds" que intentan especular lo máximo posible para obtener beneficios que superen la media de los habituales en economías maduras. Por otra parte, existen temores de las autoridades económicas a que, por una parte, la oferta global creciera más que la demanda, provocando crisis en los mercados emergentes y, por otro, a que se produjera una "exuberancia irracional" de las Bolsas. Se ha llegado a plantear la posibilidad de que, en interés no sólo de los países sino también de los inversionistas, resulte necesario llegar a alguna fórmula de control de capitales. En el fondo, lo que revela la situación descrita es que en el terreno económico, como también sucede en otros, existe un cambio tan profundo que ha producido la desaparición de las antiguas reglas sin que las nuevas hayan emergido de forma clara.